El principio de solidaridad es especialmente controversial, y esta semana no fue la excepción. En distintos medios, intelectuales y columnistas expresaron su interpretación sobre la solidaridad. Y es que se trata de un concepto equívoco, que dice presente en muchos espacios diferentes. Está en el día a día de las personas, en la generosidad o caridad humana; en la sociedad civil que protege a las personas en vulnerabilidad (Teletón, Hogar de Cristo); en la Vicaría que ocupó su mismo nombre para velar por el respeto de los derechos humanos; en el sistema de pensiones y en el sistema impositivo, donde se la suele asociar «más Estado» económicamente.

Sin embargo, a pesar de sus diversas interpretaciones, su significado converge en una misma idea, que nos invita a recordar que, más allá de nuestras diferencias, para que nuestra vida sea propiamente humana ella debe ser común. Y en esa tarea, se requiere más que la generosidad voluntaria y espontánea —que es fundamental para que las relaciones humanas tengan en su base el ejercicio de la libertad—, y ciertamente, más que esperar del burócrata la solución a los problemas comunes.

Quienes pensamos que la vida humana no se entiende sin otros, y que nuestra naturaleza nos recuerda diariamente nuestros límites y la total interdependencia que tenemos con el resto (desde el aprendizaje de las operaciones básicas, hasta la entrega «irracional» que damos hacia nuestros seres queridos), vemos en la solidaridad el principio social que nos permite ordenar la vida hacia el bien común. Y en ese sentido, el propio destino supone el del resto. Así, la solidaridad se entiende como una idea según la cual «todos somos responsables de todos», y la sociedad se concibe no como un mal necesario, sino como condición para que, en ella, podamos desarrollarnos humanamente.

¿Qué implica todo esto? La solidaridad entendida como principio rector admite intervención estatal, pero no la asume en absoluto como su única expresión institucional, pues ella no se entiende sin su principio hermano, la subsidiariedad. Debe traducirse en arreglos institucionales que no ahoguen la espontaneidad social, y que propicien la convicción de que el devenir de los otros no nos puede ser indiferente. Ello exige, por ejemplo, que la política de vivienda tenga presente la relevancia de las redes de apoyo. Que existan parques nacionales, de uso común y acceso público. En pensiones, incorporar lógicas de solidaridad intrageneracional (dentro de la capitalización individual y sin reparto). En salud, implementar un plan básico universal con colaboración público-privada, como funcionó en la pandemia. En los municipios, que exista el fondo común municipal. Y en cuidados, generar redes de apoyo a las familias que cumplen labores de cuidado.

Esta discusión no se terminará luego, pero no por ello (o quizás, por eso mismo) no hay que dejar de darla.

Cristián Stewart, es Director Ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 1 de febrero.